14 de Septiembre (Cuando los abuelos peregrinaban)

Todo comenzaba el día anterior, el 13, los preparativos eran extenuantes, mientras la mujeres se hacían cargo de la comida, los hombres, ponían a punto los vehículos y decidían cual ruta sería la mejor ruta a tomar y a que horas seria la partida. Sabían de antemano que el salir de ultimo significaba un baño con la polvareda del camino. Quien iba en punta, pugnaba por no dejársela quitar, y no se hacían concesiones.

La ruta tomada era la misma de los años anteriores. Por el camino de los micos llegar a Sincé, luego a Betulia y girar a la izquierda buscando la población de Varsovia. No eran carreteras, eran trochas que a duras penas permitían el paso de dos vehículos a la vez, eran caminos de tierra, que envolvían a los carros y sus ocupantes en una neblina de polvo rojo, amonado, esto unido a la oscuridad de la madrugada hacia ver a nuestra caravana como una caravana fantasma.

No logro precisar si cuantos carros eran, solo se que a nosotros siempre nos tocó siempre en el bus de Tomas Teheran, una chiva ancha de madera, con asientos no reclinables y con ventanillas que se tapaban con una carpa de cuero que se enrollaba y desenrollaba toda a la vez. Es muy poco lo que recuerdo de esto, solo se que tenía prohibido asomarme por las ventanillas, pues el peligro era una rama que la chiva tropezara y azotará a todo aquel que llevara algo de su cuerpo fuera del vehiculo.

Llegamos a fincas alumbradas con mechones, fincas con olor a ganado y donde habría para nosotros un desayuno caliente donde nunca faltaría el café con leche, donde veríamos el amanecer, donde la luz rojiza del sol saliente le ganaba la pelea a las sombras de la madrugada que huían a la carrera.

Al iniciar el día, y ya con la luz brillante del sol, el camino dejaba de ser una estrecha trocha para convertirse en una serpiente que atravesaba a la sabana infectada de comején, con sus pirámides indestructibles, dura como el hormigón. Hasta donde mi vista llegaba solo veía estos montículos que se perdían en el infinito. El calor y el polvo sofocaban y nuestro anhelo era llegar al pueblo antes que el sol mostrara todo su poderío.

El pueblo era un hervidero de gente, de animales, de vehículos de toda clase, de vendedores que aprovechaban la ocasión y que ocupaban todo el lugar. Era difícil parquear y saber donde descansaríamos. Todas las sombras estaban copadas. Mientras por el pueblo no se podía caminar, era tal la cantidad de gente en un pueblo tan pequeño que todo en el pueblo colapsaba. Algunos viajaban un poco más y conseguían sitio detrás de la ciénaga, dándole un rodeo a esta, pero se perdía algo de la emoción al no estar en el sitio álgido de la celebración.

El otro lado de la ciénaga era un maremágnum de ventas de alimentos de toda clase, ventas de licor, cervezas y potentes equipos de sonido animando a los mas profanos a esperar que los devotos terminaran sus rituales y poder regresar a nuestro sitio de origen, cansados pero felices y otros, imbuidos del espíritu de Dios.

En el pueblo, la primera misa era a las cuatro de la madrugada, la segunda a las ocho, era a las que mi familia aspiraba a ir, pero casi siempre, no podían pasar de la puerta de la iglesia, llena a mas no poder, con su secuela de desmayos, gritos, alabanzas y rezos. Además, un olor al incienso al que aun soy alérgico. En los alrededores de la iglesia, los vendedores aprovechaban la oportunidad de comerciar un poco con la fe y aprovechar una bonanza que solo se da dos veces al año, en marzo y en septiembre, entre las cosas que se vendían, todas alusivas a la ocasión, ofrecían algodón, pequeñas cantidades de algodón medicinal que se adquiría a tres veces el costo de lo normal por aquellas personas que no tuvieron la precaución de llevarlo consigo. Desde un punto impreciso de la plaza enfrente de la iglesia, una fila de fieles avanzaba lentamente para entrar al templo y sobar con el algodón al Cristo crucificado, que al decir del Cura del pueblo, sudaba y si este sudor se recogía con un algodón, este algodón se tornaba milagroso y servía después para curar toda clase de males y ahuyentar a las tempestades. Mi tío Joche Doria decía que el cura y el sacristán cubrían de cera a la estatua del Cristo y esta cera se derretía después debido al calor inmenso que predominaba dentro de la iglesia, por esa razón no se podía sobar a la imagen con el algodón, solo tocarla muy suavemente y para hace cumplir esto la imagen era custodiada por dos monaguillos.

Cuando ya se escuchaba la misa, se dirigían a la tienda del templo, expendio de toda clase de artículos religiosos atendido por monjitas pertenecientes a la parroquia. Aquí se podían obtener medallas de todos los santos, escapularios, camándulas, carteras con imágenes en estaño de la Ultima Cena, Cristos huecos que por dentro traían un algodón bendito en el cual se había recogido el sudor de la imagen. Luego, hora de almuerzo, un poco de descanso y emprendíamos el viaje de regreso en las misma caravana.

Años después cuando mi abuelo murió y se acabo la caravana a la Villa de San Benito, cada cual lo hacia por separado, mi padre continuo con la tradición de ir dos veces al año a la peregrinación del Cristo de la Villa. Ya estábamos mas grandes y ya veíamos las cosas desde otra óptica. Cuando mi papá murió, mi mamá hizo uno o dos viajes mas, con algunos de nosotros, no con todos, y después, la tradición se perdió. Lo que si no puedo evitar es acordarme de todo en esas dos fechas, sin lograr discernir si yo me divertía o no, solo que era algo distinto, algo nuevo para ver y la oportunidad de poder salir del pueblo al menos por un día.

La ultima vez que fuimos ya no viajamos por la ruta Sincé – Betulia – Varsovia – La villa, ya vivíamos en Sincelejo, y viajamos por la vía de Sampues, una carretera mas amplia, pero destapada y con escalerillas, polvorienta y cansona, y ya el motivo no era ir a la misa o a pagar alguna manda o a pedir algo, era ir por seguir con el afán de mantener una tradición que ya en la familia Arrieta López moría, era más bien un paseo, pues la abuela no era dada a estar rezando ni ha cumplir con todo lo que la fe católica le exigía.

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