La maquina de la abuela...

Uno de estos días que fui donde Carmen, esperando que me preparara el sanduchito de las tres, hora de Lola, me quedé contemplando la vieja máquina Saratoga de la abuela y creo que la he visto toda mi vida, no tengo idea de cuando la compraron ni en que fecha, solo se que tiene más de cincuenta y un años, que son los míos. Ya esta toda deteriorada, le faltan las dos gavetas del lado izquierdo, una del lado derecho y la tabla que funge de tapa para el caballo esta muestra en un color mas claro las partes donde la película de triple que forra a la madera ha desaparecido con el paso del tiempo.


La parte mecánica, los piñones y la correa funcionan perfectamente unidos al pedal en donde solía sentarme cuando era pequeño a soñar que piloteaba a un avión.

La máquina era antaño el centro de la familia y de las reuniones de las mujeres que pululaban por la casa. Entre chismes y bordados, figurines y moldes se pasaban la vida inventando modas exclusivas que en el pueblo no las tuviera nadie. 

Fueron muchas las veces que vi a mi mamá encorvada sobre la máquina bordando, arte que ninguna de las hijas heredó. Primero imprimía el dibujo a la tela repasando el original sobre una hoja de papel carbón superpuesta sobre el género.  Luego, con paciencia infinita iba hilvanando hilos de todos los colores hasta dar forma al gráfico o hilo blanco si se trataba de un dibujo con troquel y seda.  En una caja redonda de galletas La Rosa, almacenaba hilos de todos los colores y calidades. Yo, siempre a sus pies, jugaba con esos hilos y atesoraba los carretes de los que se acababan para con ellos fabricar un carro que se movía solo utilizando un pedazo de vela, un palito de colombina, un cauchito y una cuchilla Gillete (Recuerde que el baño no las puede comprar). AL aldod e esa maquina me interesó la primera mujer, Saida, la hija de la señora Ines María, alumna de bordado de mi mamá. No la recuerdo pero me contaban que maluca no era.

Los destinados a pintar los originales eran tres artistas que mi mamá le tenía mucha confianza. El gordo, mi hermano mayor, con asombroso talento dibujaba a mano alzada los moldes para los bordados. Joche Dorias, topografo y por esta profesión, algo de artista tenía y por último el Doctor Caycedo, el esposo de mi tía Etilza, hermana de mi papá. Con la luz amarillenta de las primeras bujías, estos tres personajes apoyaban a mi madre en esta labor. 

Mi madre bordaba pañuelos con las iniciales del galán alguna de mis tías o amigas de alguna de mis tías, bordaba anagramas con las iniciales de los apellidos de los próximos padres en los pañales que usaría, liquido y solido, la criatura por venir. 
Esto sucedía así día tras día, y el ruido del pedal de la maquina se quedo como impronta grabado en mi mente, tanto que ese día donde Carmen ensimismado en mis recuerdos, juro que lo escuché muy vivo.
Ahora después de viejo, observaba como la abuela, con unas gafas que nadie le recetó, remendar todo lo que se descosía,  especialmente mis yines y la hamaca que de tanto meterle telas de todas los colores y tipos, no se sabía de que color eran los hilos originales. Después que ella se fue, se rompió mi yin y se rompió mi hamaca y no hubo abuela que me le hiciera un remiendo. 

En la época del algodón la máquina trabajaba día y noche remendando lonas viejas o fabricando lonas nuevas,  trabajo pesado del cual nunca nadie se quejó y menos la abuela que era la inspiración y fuerza de todos nosotros en los ajetreos propios de ese cultivo, era la que primero se despertaba y nos levantaba a todos los implicados, era la que tomaba la mayoría de la decisiones, como presintiendo que algún día debería hacerlo sola pues de propia voluntad me alejo de su lado con el argumento de que tenía que estudiar pues el monte lo que daba era espina y cansancio y quería una mejor vida para nosotros, la que ella quizás nunca tuvo.  

Cuantas cosas pasaron por mi mente en ese instante que me quede mirando a la vieja máquina,  con sus gavetas llenas de tantas cosas, unas inútiles otras un poco más útiles, agujas singer, hilos tubinos cadena, hilo calabré para los bordados repujados y las latas redondas de galletas  con sus entrañas llenas de hilo.  Máquina donde la abuela perdió gran parte de su visión, donde sus alegrías fueron bordar anagramas en pañales para todas las parinderas del pueblo, donde con esperanza y tesón reunía un poco de plata para ayudar a su hermano a terminar la carrera, de donde sacaba el sustento diario para nosotros sus hijos cuando mi papá se lo cogía el invierno en la mojana y no podía salir y había que resolver lo de la comida.  Cuantas veces arriba de esa maquina sentado escuche tantas aventuras en la radio, cuantas veces me caí de allí arriba tratando de alcanzar cosas más altas o cuando buscaba refugio seguro contra los perros que me atacaban. 

Es maquina ahora duerme su jubilación silenciosamente en un rincón de la casa, calladamente, huérfana del impulso vital que movía su pedal, maravilloso recuerdo de épocas pasadas que a lo mejor dejamos pasar sin tenerlas en cuenta y sin valorar los que verdaderamente representaban.  
 
Tantos recuerdos, tantas cosas alrededor de la maquina, tanto que vi y tantas cosas que no puedo contar  por fallas en la memoria y por culpa de Carmen que me tocó el hombro cuando ensimismado en mis recuerdo perdí la noción del tiempo y con ese golpecito me hizo volver a al realidad.

Nota: las fotos las tomó Andrés Elías, mi hijo

Comentarios

  1. Afortunado tu que tienes ese tiempo para visitar a carmen Susana y recordar tantas cosas. Con estas letras te desquitaste de lo del video que te mandé, porque casi me haces llorar...

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  2. Yo también jugué con el pedal, pero a que manejaba un carro. Ultimamente Carmen la usó, me hubiera gustado escuchar su sonido..

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  3. Nancho hombe, casi casi pude escuchar el sonido de locomotora que tenia esa Saratoga. Al mejor estilo de la "maquinolandera", son sonidos que marcan la vida de hombres y mujeres.
    Es imposible no asociarlo a mañanas de vacaciones en los que como un gallo cantaba para despertarnos, o mejor, como sonido de tablero, pues al lado de esa máquina aprendí las tablas de multiplicar.

    Me fue imposible no recordar su figurita inmensa y gigante, que encorbada podría aún enhebrar una aguja para luego completarla con un canutillo o mostazilla o como se llame.

    Cuantos recuerdos que me parece imposible que se hayan ido y peor, que no los volvamos a tener palpabes nunca. Cuantos juegos, que hasta hoy me entero, tuvimos en común, porque yo también jugué a pilotear debajo de ella.

    Cuantas tardes de sol melancólico se cuelan en mi mente Nancho, recuerdos de esos pies cansados que nunca pararon de pedalear.

    Los quiero mucho a todos y gracias por estos recuerdos, gracias aunque no puedo evitar llorar cuando lo evoco, cuando la recuerdo, cuando la extraño.

    Ivan Buelvas Arrieta

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